El Árbol. - Autora: Andrea Luján Fantino. Desde Lincoln, Buenos Aires Argentina.

 


Siempre, cada diciembre cuando las páginas del calendario se volaban, en este hemisferio se sentía los primeros calores de un verano que se asomaba.  En esa edad, se percibían aromas, sonidos... Experiencias atesoradas. Recuerdos de panes humeantes, ese olor que me acompaña y rememora esos días. 

    Mi casa, en ese entonces la encontraba grande. Repleta de instantes que ahora me renuevan el entusiasmo de recorrerla y pequeña como es me conmueve.

   Mamá, removía todo...se disponía a qué ese momento sea especial... ¡y lo era! Limpiaba, colocaba en un rincón una pequeña mesita y de una caja sacaba los restos inertes de un pino de plástico, torcido; al cual siempre le faltaban los pies...  Yo sé que ella soñaba con un pino enorme rodeado de adornos brillantes. Pero ese árbol estaba a la altura de lo que podíamos... 

  Yo era feliz: armaba sus piezas, arreglaba sus brazos torcidos y lo erguía sostenido en un tarro de duraznos en almíbar con arena, forrado con un papel de regalo a lunares rojos. Y allí se colocaban los deseos, nacían sueños para el año que llegaba y se hablaba de un niño que iba a nacer y esa ternura me envolvía.

  ¿Las luces? Había que desenredar la madeja, se probaban con la esperanza de que funcionen...y si no, esperar a comprarlas cuando se cobra el aguinaldo...

   Mientras tanto se ponían los adornos que estaban y los que construía con un huevo al cual le partía uno de sus extremos para sacarle la yema. Y luego, junto a las luces a reponer unos adornos comprados… dos o tres más cada año. 

  Ese día cada uno colocaba un adorno, y la esperanza de un regalo se asomaba detrás de la estrella de la punta.

  ¡Qué importante era ese tiempo! La casa estaba colmada de una alegría diferente. A pesar de que una brisa podía tirar ese árbol, él se quedaba como invitado especial todo el verano... nos olvidábamos de desarmarlo. ¿O no queríamos guardar esos momentos hasta el otro año?

  El Árbol de Navidad no era perfecto, sino único. Yo me dedicaba a ver los otros árboles: seguro eran magníficos ¡¡hasta nieve tenían!! La traían del polo norte, pensaba... Hasta escuché alguna risa burlona de algún chico. – ¿Ese es tu árbol? ¿Es raquítico? Decían…

Nunca llegábamos a colocarle todos los adornos y lo envolvíamos en serpentinas gigantes… las tarjetas que mandaban para esas fechas también eran puestas. Intentando completar sus infinitas ramas desflecadas.

   Cuando vivía en Villa Luzuriaga, una localidad en el Gran Buenos Aires, íbamos a observar un pesebre con piezas gigantes, era del vecino de la vuelta de casa. Nos fascinaba ir el 24 a las 12 de la noche para ver si habían puesto al bebé… mi mamá repetía una y otra vez la historia de Belén. Yo nunca me cansé de escucharla… 

  Pero el árbol de mí casa era especial, lo sigue siendo. Tenía esa forma única de infancia y belleza...no hubo ni habrá otro igual. ¿Y el pesebre? siempre se armaba al pie, con una estrella que caía hacia el techo del portal (simulaba ser la de Belén), para que en enero vinieran los reyes y sus camellos... el bebé se colocaba cuando nacía a las 12 del 24 de diciembre. A pesar de papá Noel y sus regalos, a mí me inspiraba ese nacimiento y me conmovía esa niña (María). Ese bebé era la representación viva del amor. De la familia…

 Diciembre tiene olor a pan dulce y lechones asados. En la casa de una Panadería, una niña crecía entre escombros de una dictadura, las bombas, las miradas críticas y el desarraigo. 

Pero la navidad era un faro de luz en ese proceso de idas y vueltas.  Era mamá ese árbol inquieto con pocos adornos… ella, preciosa y frágil. Única. Su legado fue la fe. Mayor que cualquier herencia.

Con el tiempo comprendí, que el árbol es solo un adorno y lo que valía era una promesa de Dios al mundo. Un niño vendría frágil, a vivir la paradoja más hermosa. Entre pañales y en brazos de una niña madre se cumpliría la profecía más poética de la humanidad: “El verbo hecho carne”. Un Dios amoroso que envió a su hijo a un mundo roto y lejos de Él.

 “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Juan 3:16)

 

 Hubo momentos oscuros en mi infancia, espacios para la tristeza, pérdidas…  pero    Mamá siempre encontraba un pretexto para encender la Navidad y hablarme de un pequeño puñado de palabras que cobrarían sentido cada día de mi vida.

Esas palabras, se han hecho cada vez más verdaderas. Les dio dirección a mis pies.

 Jesús me encontró y su abrazo me sostiene hasta el día de hoy. Entender que la verdad y la vida se encuentran en este camino, es saber que en Navidad renace la promesa. Que en Navidad podemos arropar nuestro corazón para que ese niño nazca una vez más; sin negarle un espacio.

Millones de árboles en el mundo encienden sus luces, pero hay solo una luz verdadera que puede sanar y curar heridas: Jesús (camino, verdad y vida). (Juan 14:16)

Mi deseo para esta Navidad, que tu corazón palpite este nacimiento como el mejor regalo que nos han dado en toda nuestra existencia.

 

Autora: Andrea Luján Fantino


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